lunes, 7 de septiembre de 2009

DESOLACIÓN DE VOLVER. IMPOTENCIA Y RABIA CUANDO ESTÁS.


¿Qué pensar cuando acaban con nuestros recuerdos a golpe de pico y maceta?. ¿Qué decir cuando un pueblo entero no dice nada?, ¡¡nunca dice nada!!. ¿Qué sentir ante tanta indiferencia?. ¿Qué llorar cuando ya no quede nada?

Deben de estar las cosa mal, muy mal en mi Úbeda natal cuando, Don Antonio Muñoz Molina ha levantado su pluma y, a través de un importante semanario cultural de nuestro país, se ha lamentado públicamente de la situación actual del Patrimonio Histórico-Artístico de Úbeda.

Para sonrojo de todos y con el fin de hacer llegar la voz y reflexión de D. Antioni o al mayor número de personas, incorporo, a continuación, dicho reportaje con el que comparto todo cuanto en él se dice. Aún así, me da la se sensación que Muñoz Molina no ha querido "hacer sangre" y se ha mostrado indulgente con la casta política que, como les define sus propios actos, más bien diría yo, que son Descastados.

DESOLACIÓN DE VOLVER.
Antonio Muñoz Molina.

Publicado en el País, Babelia, el 05 de Septiembre de 2009.


Desde una esquina en la zona de sombra en la que me he apoyado para leer el periódico miro la plaza que he recordado e imaginado tantas veces, la que está igual de arraigada en mi memoria infantil que en los mundos de ficción que he ido inventando a lo largo de mi vida, hasta el punto de que a veces ni yo mismo sé distinguir en qué medida estoy invocando un recuerdo verdadero o proyectando sobre el pasado un episodio de novela. Vista con ojos objetivos, la plaza no tiene nada o casi nada de extraordinario, salvo la torre del reloj, que forma parte de una muralla medieval. Es una plaza austera, menos andaluza que castellana, con soportales en dos lados, con edificios poco memorables que sin embargo, en conjunto, dan una modesta impresión de carácter, de lugar verdadero. En los soportales solía haber carritos en los que se vendían pipas, cacahuetes tostados, pequeños juguetes; también se vendían y se alquilaban tebeos. Había una farmacia, una tienda de lanas, un almacén de tejidos, la sede de un banco en el que trabajaba de cajero el padre de un amigo mío. Íbamos a verlo y estaba detrás de su ventanilla con barrotes dorados, y a mí me impresionaba lo blancas que eran sus manos, por contraste con las de mi padre, y la velocidad asombrosa a la que contaba los billetes.

En la zona central de la plaza se levanta sobre una base de figuras alegóricas talladas en piedra la estatua en bronce del general Saro, picoteada de agujeros de disparos. En los primeros años veinte el general Saro dirigió no sé qué campaña victoriosa en la guerra de Marruecos; en el verano de 1936 un pelotón anarquista lo fusiló en efigie, dado que ya estaba muerto. Durante años, con motivo de alguna de las muchas reformas que la plaza ha padecido, la estatua desapareció, porque algún analfabeto con cargo municipal -en la política española el analfabetismo es un mérito casi tan valorado como la desvergüenza- debió de pensar que siendo de un militar tenía que ser de un militar franquista. Me cuentan que se pensó sustituirla por una escultura más acorde con los nuevos tiempos de reglamentaria cultura andaluza, un monumento al penitente. El general Saro sobrevivió, dramático y sereno, con sus agujeros negros de disparos en la cabeza y en el pecho y su mirada hacia el sur, pero a su alrededor la plaza que desde hace mucho ya no lleva su nombre fue sometida a una de esas modernizaciones que gustan tanto a las autoridades locales: de los jardines, de los bancos, de las acacias y los aligustres sobre cuyas copas sobresalía la cabeza del general no quedó ni rastro, si bien en su lugar se pusieron unos coquetos maceteros de hierro forjado con la "U" de Úbeda artísticamente inscrita en cada uno de ellos, y se coronó todo con la boca enorme de un aparcamiento subterráneo y con la torre del ascensor correspondiente.


La primera vez que vi lo que habían hecho con esa plaza que era el corazón de mi ciudad se me puso en la garganta un nudo de congoja. Ahora vuelvo y la miro y la costumbre no mitiga el escándalo. Con la lógica peculiar de la renovación urbana, se ha considerado que en una ciudad donde hay varios meses de calores saharianos su plaza central no necesita árboles, salvo un par de naranjos escuálidos que difícilmente pueden prosperar en los inviernos mesetarios. A mediodía, desde mi esquina a la sombra, alzando los ojos del periódico, veo a la gente que se atreve a cruzar la plaza arriesgándose a un síncope, buscando a toda prisa el alivio de los soportales. Aparte de sus ventajas estéticas, el aparcamiento tiene la virtud práctica de atraer más tráfico hacia el centro de la ciudad, atascando las calles estrechas que llevan a él, algunas de las cuales están además levantadas gracias a la misma catástrofe de obras en gran medida innecesarias que azota al país entero. Algunos de los coches que hacen cola para entrar en el aparcamiento llevan las ventanillas abiertas y emiten a volumen sísmico una música de discoteca al parecer muy del agrado de los policías municipales que pastorean el tráfico.


En las noches calurosas, con los balcones abiertos, la música de los coches, los rugidos de las motos y la algarabía alcohólica del botellón animan las plazuelas y los callejones de mi barrio de San Lorenzo, que de otro modo estarían sumidas en un anticuado silencio. Iglesias y palacios se van hundiendo literalmente en el abandono mientras se tiran ríos de dinero cambiando sin ninguna necesidad antiguos pavimentos enlosados o empedrados por groseros baldosones de terrazo. Vuelvo a la hermosa plaza de Santa María y no puedo cruzar su limpia perspectiva porque está entera convertida en una zanja. Un amigo que vive en la ciudad me cuenta que los trabajadores, como no disponen de instalaciones con aseos, usan como urinario la fachada de la iglesia del Salvador.

En el curso de una generación se ha destruido para siempre lo que tardó siglos en hacerse. Lo que se está robando a quienes vengan detrás no es una memoria sentimental y un paisaje urbano que fue único, sino también una forma de disfrute de la vida y de prosperidad. Donde hubo perspectivas de huertas y de casas blancas que llamaban desde los caminos lejanos ahora hay bloques horrendos que se amontonan los unos sobre los otros para mayor beneficio de los constructores. Viajando por Europa uno descubre con envidia cómo en pueblos pequeños y en ciudades provinciales el cuidado en la preservación de lo más valioso del legado del tiempo es perfectamente compatible con el progreso tecnológico y tiene la ventaja práctica de hacer la vida más gustosa y crear una duradera riqueza: en España se empieza por arrasarlo todo. Cuanto más se alimentaban los orgullos locales y las lealtades vernáculas a lo largo de los últimos treinta años más impunemente se han destruido los paisajes. El orgullo local separado de la conciencia cívica es paletería, igual que el patriotismo sin ciudadanía es fanatismo. Se inventan pasados y se alimentan nostalgias rústicas al mismo tiempo que se impone la ignorancia y se borran las huellas del pasado verdadero, el que habría sido tan fértil para mejorar el porvenir.

Hace treinta años, en una de tantas idas y venidas, volví a mi ciudad para votar por primera vez en mi vida en unas elecciones municipales. Pensábamos que la democracia iba a traer a las ciudades un aire limpio de ilustración y racionalidad, espacios públicos rescatados del abandono y la roña franquista de los especuladores. Me paseo por Úbeda, entre zanjas y mugre, entre el deterioro de lo abandonado y la ostentación palurda de lo que no había necesidad de cambiar, me adhiero a una pared para que no me atropelle un coche con la música a todo volumen en una calle estrecha. Ya sé que en todas partes sucede lo mismo, que el gobierno de las ciudades españolas es un grosero catálogo de venalidad e incompetencia: pero sólo en ésta el escándalo político se me convierte en íntima desolación.

Y dicho esto, ¿que más puedo decir yo?...

[Foto de Diario Jaén. 8 de Agosto, 2009]

viernes, 4 de septiembre de 2009

LO MEJOR PARA CLAUDIA


Hace tres años mi casa comenzó a llenarse de objetos que, hasta aquel momento, había visto y percibido como algo lejano y ajeno a mi vida.

Tras pintarser en crema y rosa una de las habitaciones, aquella que dejámos para invitados, llegó la bañera, y con ella el moisés, y una cuna de madera en color crema. Cambiamos el cabecero y la mesita de noche, hechos en madera rústica, por la elegante y delicada forja que confería a la habitación, a nuestro entender, un carácter acogedor y delicado para el que estaba destinado a ser dormitorio de nuestra pequeña.

Claudia vino a nuestro mundo una lluviosa y recién estrenada madrugada del 23 de Noviembre. Largas fueron las horas previas, horas que se me antojaron interminables días.

Con Claudia llegaron a nuestra vida los pañales, las cajas de leche en polvo, las minúsculas ropitas con los más delicados acabados. También llegaron los llantos, las nanas, los largos días en el trabajo y las largas noches en vela y, por supuesto, los más delicados y tiernos besos que, Inma y yo, jamás habíamos dado hasta aquel momento.

Aquel invierno se llenó de luz, sonrisas cómplices, ternura y felicidad para nosotros y nuestros familiares más cercanos. Más tarde vendrían los desencuentros más triviales pero no por ello menos tópicos del
"levantate tú ahora que yo lo hice antes".

Pero lo cierto es que Claudia, como podéis imaginar, ha cambiado nuestras vidas.

A lo largo de estos casi tres años hemos aprendido a caminar en casa sin tropezar con muñecas, balones, cubos, pluches y demás trastos que conforman el repertorio de propiedades de una niña pequeña, sus tesoros más queridos.

Sus primeros e inseguros pasos se fueron transformando, como por arte de magia, en torpes y patosos andares que derivaron en las alocadas carreras que aún hoy practica. La expresividad de aquellos ojos abiertos que parecían mirarme atentamente aquella madrugada de Noviembre de 2006, fue dejando paso a los primeros balbuceos de su pequeña boca, a las primeras palabras y a conversaciones que, no por ser ya habituales, dejan de sorprendernos y hacernos reir a todos aquellos que conformarmos su pequeño universo.

Hoy Claudia, mi niña, nuestra niña, se encuentra a las puertas de uno de los acontecimientos más importantes de su corta vida. Ahora, mientras duerme, no es consciente, aunque le hemos hablado de ello que, en unos días, irá al Colegio.

Claudia no ha ido a Guardería. Los padres de Inma se han ocupado de ella todas las mañanas laborables de estos casi 3 años. Mi pequeña pués, se dispone a salir y a enfrentarse por primera vez, a un mundo que le resulta a todas luces ajeno y desconocido.

Por su carácter fuerte y extrovertido, estoy convencido que se adaptará a la nueva situación sin problemas. Sin embargo, comparto con Inma cierto resquemor, no ya al posible llanto de mi hija el próximo día 10, que no lo creo pero sí estoy convencido del de su madre, sino un cierto temor a lo que Claudia pueda encontrarse en el mundo que está a punto de mostrársele.

Mi hija tiene una vida por delante, una vida en la que, como sabemos, alegrías y miserias están separadas por una línea muy frágil y delgada. Tendrá que aprender a reponerse, como tantas veces ha hecho ya, de las caías; tendrá que aprender a enfrentarse a un mundo que, en ocasiones puede llegar a ser maravilloso y que en otras puede resultarle hostil. Nosotros estaremos junto a ella en todo momento. Procuraremos que llegue allí donde se proponga y deseamos, como cualquier padre, que sea al mejor de los lugares.

Pienso mucho en la educación y en la formación de Claudia. Supongo que, como cualquier padre, quiere lo mejor para su hijo, los mejores educadores, los mejores recursos y que con esos mimbres, alcance una posición de privilegio que la mantenga al margen de todo lo negativo que hay en este mundo. Educadores y padres, en armonía pienso, nos debemos a esta loable tarea por el bien de nuestros hijos.

Únicamente espero y deseo que, el próximo día 10 de Septiembre sea para Claudia, el comienzo de una fructífero camino que la conduzca a la Felicidad, formándose, en estos años venideros, como una persona de bien por sí y para los demás.

Te quiero enana.