A mi amiga Manoli y a todas esas personas que han
madrugado tanto para abrir sus puestos en la plaza.
Llegaba el sábado y mi madre me
levantaba a las ocho y media. - Vamos
hijo, me decía. -No podré
tirar del carro y tienes que ayudarme.
Refunfuñando y con total desgana me
vestía tras lavarme la cara, me tomaba un vaso de leche y aún bostezando salía
a Vista Alegre sin encontrar siquiera a perros que me mirasen extrañados. Hacía
frío y lloviznaba. En realidad toda la noche había estado lloviendo, o eso
creo. Al menos cuando volví a casa de tomar la última copa con los amigos en La
Escalera, llovía.
Tras bajar las escalerillas de la
tienda de Pepa, frontera del barrio, enfilábamos la carretera y calle del
Trillo por su estrecha acera y ahí estaba la plaza, el mercado de abastos.
Subíamos por la escalera para hacer la primera parada en el puesto de Antonio
“el carnicero”, un tipo grande y fornido amigo de toda la vida de mi abuelo
Antonio “Ciribulle” y al que creo recordar, proveía de carne a su casa desde
tiempo inmemorial. Antonio “el carnicero”, de la Caída como mi casta, era de
trato agradable, con una voz grave y socarrona que no importunaba la simpatía
de la persona que se encontraba tras ese enorme mandil blanco plastificado
manchado de sangre. Junto a él, su esposa unas veces, otras su hijo, un joven
fuerte y rubio cuyo pelo ensortijado contrastaba con el peinado de su padre,
siempre peinado para atrás con una estética que me recordaba a la imagen de ese
torero, ese tal Manolete, cuya cara aparecía en aquel cartel de toros que
pendía en la pared del puesto-taberna de enfrente y donde mi padre, algunas
veces y si el trabajo se lo permitía, tomaba café y copa de fundador
mientras esperaba que mi madre terminase de comprar.
Cuando mi madre terminaba con
Antonio, siguiente parada: el pescado. Para llegar a los puestos del pescado
teníamos que atravesar casi todo el mercado por la calle lateral doblando la
esquina puesto que, la planta del edificio, era poligonal. Me costaba entender
por qué en los escasos metros que había de un sitio a otro tardábamos tanto. Es
cierto que había mucha gente y que mi madre se paraba con unas y otras y
brevemente se preguntaban por la salud, por sus padres, por sus hermanos…. Se
ponían al día en cinco interminables minutos en los que, amén de la pesadez que
suponía para un jovenzuelo de 16 años esa actividad matutina, me transmitían
una tediosa familiaridad entre las dos charlatanas. Una escena que, para mi desazón, se repetía varias veces en el camino de puesto a puesto.
Como digo de la carne al pescado,
un manjar que no me entraba por el ojo y que me daba cierto asco. -Mira que frescas, ¡si están vivas!,
decía la pescadera mientras mostraba las agallas del bicho a mi madre. Y del
pescado a la fruta. - Saca el pescado,
mete la fruta y vuelves a poner el pescado arriba para que no se espachurre, decía mi madre. El caso es que ni la fruta ni
la verdura cabían ya en aquel carro y tenía que cargar con aquellas bolsas en
la mano de vuelta a Vista Alegre. Pero antes una última parada en el “tío de
las especias”. Un poquito de azafrán en hebra “Carmencita” -una cajita minúscula con
unos hilos más tiesos que juncos-, colorante, tomillo y alguna cosa más que no
recuerdo. No, perejil no. Ya nos dió el bueno de Antonio “el carnicero”.
Hoy recuerdo con añoranza aquel
mercado, vivo, pletórico, radiante, donde costaba moverse entre el gentío.
Gente que se conocían de toda la vida, como si fuesen familia. Lugar de
encuentro y de reencuentros, de aquellos que hacía tiempo que se marcharon del
pueblo y si volvían de vacaciones, les gustaba ir a la plaza que añoraban en
Madrid o en Barcelona porque los supermercados, hipermercados y grandes
superficies ya se habían impuesto.
La plaza, mi plaza. Me apena que
desaparezca. Sí, que desaparezca porque morir no morirá. El rumor constante que
inundaba aquel espacio, el voceo de los vendedores en sus puestos, el olor a
huerta y a mar. Los encuentros, las esquelas en puerta, el solo y la copa de
fundador o del mono, mi plaza. Mi plaza de Úbeda podrá desaparecer, pero morir
no morirá mientras quien estas líneas escribe, aún respire.